Ley de Presupuesto: ¿cómo se forjó la institucionalidad que rige nuestras finanzas públicas?
En estos más de 200 años de vida republicana se instauró una sólida institucionalidad arraigada no solo en las leyes sino también en nuestra cultura política.
9 de enero de 2019Con la tramitación de la Ley de Presupuesto cada año se da cumplimiento a una tradición que se remonta a 1834 y que forma parte de una de las instituciones más arraigadas de nuestra República.
El camino no fue fácil ni tampoco estuvo exento de duras pruebas pero se pasó de un gasto fiscal que en 1810 no superaba los $600.000 pesos de la época, a un total neto de la Ley de Presupuestos 2013 que superó los $32.000.000 millones y contempló otros US$ 6.400 millones
Durante las décadas posteriores a la independencia de 1810, la economía chilena obtuvo un magro crecimiento per cápita promedio de 2,3% en el periodo comprendido entre 1840 y 1910. Con menos de 1 millón de habitantes y más de 2 millones de kilómetros cuadrados de territorio, Chile en el siglo XIX era uno de los lugares más austeros del imperio español, sin inversiones ni industria alguna, excepto la precaria economía que se generaba al interior de las propias haciendas.
En este escenario, las arcas fiscales eran más que lánguidas. Según el historiador Sergio Villalobos “el gasto fiscal en 1810 llegaba a unos 600 mil pesos antiguos, pero con motivo de la formación de tropas y la mantención de campañas terrestres y marítimas subió a 2 millones de pesos antiguos, esto sin contar los recursos realistas que se sustentaban con los recursos del territorio que ocupaban, con la consiguiente destrucción de los bienes rurales. Hubo recargo en los impuestos, nuevas cargas, exacciones arbitrarias e inorgánicas, así como requisiciones de todo tipo que solventaron el gasto y deterioraron la riqueza privada”.
El país debió recurrir a numerosos préstamos como joven nación independiente. La administración fiscal, por tanto, se convirtió en el gran desafío de la República que pese a todo se iba afianzando lentamente.
Si bien en los Reglamentos Constitucionales y Constituciones entre 1811 y 1828 se delinearon las primeras disposiciones relativas a distribución de la Hacienda Pública y las atribuciones del Congreso Nacional no fue sino hasta 1834 que el ministro de Hacienda de la época, Manuel Rengifo Cárdenas redactó la primera Memoria de su cartera, con fecha 4 de octubre de 1834, la que fue leída ante el Senado el 8 de octubre de 1834.
En la ocasión, Rengifo entregó un detallado y desolador panorama histórico de la situación del país anterior a su cuenta pública, donde explicó cómo se fue reorganizando el país luego del periodo 1823-1830 conocido como la "anarquía" o "Lucha por la Organización del Estado".
En esta severa “estrechez” del erario nacional, con sueldos impagos de las Fuerzas Armadas y del sector público; con hospitales y escuelas por cerrar y la Aduana en ruinas, Rengifo se las arregló para organizar las cuentas públicas y delinear lo que se convertiría en el primer proyecto de ley de Presupuesto.
La impronta de Rengifo de tenaz emprendedor y comerciante, se forjó desde su juventud pues a los 15 años ya era el sustento de su hogar, tras la muerte de su padre. Enfrentó las volatilidades del comercio y sus empresas e incluso sorteó la quiebra personal varias veces. Fue diputado y senador, pero fue por su desempeño al frente de Ministerio de Hacienda donde se hizo conocido, amado y odiado a la vez. Se le denominó “pelucón” y “estanquero” pero sobre todo se hizo famoso como el “mago de las finanzas”.
Hizo una primera y exigente comparación estadística del presupuesto de gastos con el producto de las rentas y, entre sus primeras medidas, se abocó a reducir la planta del Ejército y eliminar a los funcionarios superfluos. “Uno de éstos era pariente suyo y no pudieron salvarle ni las súplicas de la madre y la esposa. Nadie se atrevió entonces a llegar con atraso o hacer tertulias en el lugar de trabajo. Enseguida suprimió los taquígrafos del Congreso, y por decreto ordenó que hasta la más ínfima orden de pago debía llevar su firma”.
Durante su gestión se reinició el servicio del empréstito inglés y se redujo la deuda flotante en más de un millón de pesos de la época, mientras que en Tesorería quedó un superávit de doscientos mil pesos. Meta alcanzada en sólo cuatro años y cuya realidad se reflejó en el valor de los billetes de la Deuda Interior, que remontó desde el 24 al 68%.
Lo curioso es que todo esto se lograra sin recurrir a nuevos impuestos. Incluso fue abolido el derecho de alcabala, que gravaba los productos agrícolas. La medida fue muy celebrada en el mercado popular de la Plaza de Abastos porque produjo el abaratamiento de la vida.
De igual modo fueron rebajadas las patentes de bodegones, cigarrerías y negocios minoristas (ley de 30 de agosto de 1833). Este estímulo al comercio se extendió a las industrias con el otorgamiento de exenciones y privilegios que vigorizaron la minería, la pesca y la marina mercante. A esto se sumó la implementación de uno de los proyectos más ambiciosos de Rengifo: los Almacenes de Depósito, que significaron que el movimiento marítimo de Valparaíso aumentara casi al doble en tres años.
Hacia 1845 ya se había internalizado esa noción de ‘orden y austeridad en las finanzas públicas’ y por ejemplo, la “Lei de Presupuestos para los gastos jenerales de la administración pública” de ese año, contemplaba recursos por $3.560.260 con 6 y medio reales de la época.
Se observa ya una organización por partidas ministeriales, con parámetros e identificación de los gastos en sueldos, gastos de escritorios, amortizaciones de deuda e imprevistos. Los mayores montos asignados estaban en los Ministerios de Hacienda y el de Guerra y Marina.
En la Recopilación de Leyes y Reglamentos de Anguita se consigna que, a partir de 1834 se estipula un "Presupuesto Jeneral de Gastos" el que abarcaba un periodo de 18 meses. En estos casos existen leyes para los siguientes años: 1834, 1835, 1839, 1841, 1842, 1843, 1844, 1848, 1849, 1850, 1851, 1857, 1858, 1860, 1861, 1862, 1863, 1864, 1865, 1866, 1867 y 1868 e ininterrumpidamente entre 1870 a 1890.
Durante casi 30 años el Congreso Nacional estableció los montos de las contribuciones y determinó la dotación de las Fuerzas Armadas, mediante las bases establecidas en la Constitución de 1833.
Sin embargo, hacia 1890, en medio de fuertes tensiones políticas, sociales y económicas, el Congreso decidió no aprobar la Ley de Presupuesto y las denominadas leyes periódicas para el año siguiente, ante lo cual, el Presidente José Manuel Balmaceda respondió con una proclama renovando las mismas leyes del año anterior.
Este conflicto entre presidencialistas y parlamentaristas fue en escalada porque estos últimos criticaban ácidamente las ingentes sumas de dinero que el gobierno de Balmaceda requería para su programa de obras públicas; aunque, sin embargo, los mayores roces se produjeron por las intenciones de Balmaceda respecto a la nacionalización de las oficinas salitreras.
Asimismo a medida que los parlamentarios rechazaban a los sucesivos gabinetes que el Ejecutivo presentaba al Congreso para su aprobación; la administración Balmaceda entró en una dinámica conocida como “rotativa ministerial”, y de hecho, llegó a tener 14 gabinetes de distinta conformación. Los enfrentamientos políticos derivaron en la denominada Guerra Civil de 1891, que duraría seis meses y que dejó más de 4 mil muertos cuando la población de Chile no superaba los dos y medio millones de habitantes.
Las huellas que dejó ese sangriento conflicto afectaron todo el tejido social y sus consecuencias se dejaron sentir hasta varias décadas más tarde. El desarrollo del país dependía de los commodities de la época y el crecimiento promedio que se había alcanzado hacia 1870 gracias al salitre cayó drásticamente, de modo que la volatilidad del crecimiento aumentó en forma dramática para desembocar entre 1910 y 1940 en las tres peores décadas en la historia del crecimiento de Chile.
El siglo XX encontró a Chile con una población de más de 3 millones de habitantes, con un territorio de 757.366 kilómetros cuadrados y con una economía muy abierta a la economía mundial. Sin embargo, carecía de instituciones y políticas locales estables, por lo tanto sufrió severos shocks externos e internos junto con una creciente inestabilidad económica y de política interna entre la Primera Guerra Mundial y los primeros años de la década de 1930.
Según el documento de trabajo del Banco Central, realizado por Klaus Schmidt-Hebbel sobre el crecimiento económico de Chile, “las deterioradas condiciones externas—asociadas a la Primera Guerra Mundial, la decreciente demanda mundial por el salitre chileno y la Gran Depresión subsiguiente— llevaron a la mayor caída del PIB registrada en todo el mundo –la de Chile– entre 1930 y 1932”.
Los shocks externos, combinados con la inestabilidad institucional interna, originaron políticas económicas mal inspiradas e inestables que condujeron a crisis financieras y golpes de estado durante la década de 1920 y comienzos de la década de 1930, exacerbando la incertidumbre económica y la inestabilidad del producto.
Como una respuesta a la Gran Depresión, y junto con el cierre del comercio internacional, Chile adoptó una estrategia de sustitución de importaciones basada en la industrialización liderada por el Estado.
Con más de 4 millones de habitantes en la década del 30, la fuerza de trabajo estimada llegaba a 1 millón y medio de personas. De acuerdo al estudio sobre ‘estadísticas históricas de la economía chilena 1810- 1995’ de la Pontificia Universidad Católica, al calcular la variación del Producto Interno Bruto anual, en los primeros años de esa década, las cifras son demoledoras, porque alcanzan solo rangos negativos: -16% en 1930; -21% en 1931; -15% en 1932.
Solo a partir de 1933 la variación del PIB anual registra una recuperación. No obstante, la impronta en las décadas siguientes será la progresiva concentración económica del país en la Región Metropolitana de Santiago.
En materia de institucionalidad presupuestaria, la Constitución de 1925 diseñó un sistema de administración financiera del Estado a la luz de los eventos de finales del siglo XIX cuando el desarrollo de las funciones del Estado se vio crecientemente obstaculizado como consecuencia de las pugnas entre el Ejecutivo y el Congreso.
Las dolorosas lecciones motivaron a los redactores de la Constitución de 1925 a establecer un sistema que permitiera que la marcha normal de la administración pública no pudiera ser bloqueada por la acción parlamentaria.
De este modo se introdujeron normas que obligaban a tramitar la Ley de Presupuestos dentro de ciertos plazos y que establecían que, en caso de no ser ésta despachada por el Congreso en el plazo constitucional, rigiese el proyecto presentado por el Presidente.
En el marco de este rediseño institucional, en 1925 se contrató la llamada “Misión Kemmerer”, a cargo del economista jefe y profesor de la Universidad de Princeton, Edwin Kemmerer que asesoró al Gobierno de Chile en la organización de la administración financiera del Estado.
Entre sus recomendaciones se creó mediante el Decreto N° 1.924 la Oficina de Presupuestos y el 9 de enero de 1929 se publicó la Ley N° 4.520 Orgánica de Presupuestos.
De este modo, desde mediados de la década de 1930 y crecientemente hasta la mitad de la década de 1970, los sucesivos gobiernos fortalecieron su rol en la asignación de recursos y de la propiedad, extendieron su intervención en los mercados, expandieron las políticas sociales y las transferencias del Gobierno, y adoptaron políticas macroeconómicas.
El fenómeno de la concentración económica del país en la zona central y específicamente en la Región Metropolitana se comprueba en su creciente participación en el PIB de Chile, la que se elevó desde 41,5% en 1960 hasta 46,0% en 2000.
Así, la centralización llevó a las regiones, excepto la Metropolitana RM, en su conjunto, a perder peso económico durante los últimos cincuenta años del siglo XX —y probablemente desde los inicios de la Independencia— en gran medida como resultado de la emigración a Santiago y su industrialización.
Según el documento de trabajo del Banco Central, realizado por el economista Schmidt-Hebbel sobre la expansión, luego de un corto período de alto crecimiento que caracterizó la recuperación post Depresión, el crecimiento promedio per cápita llegó a apenas 1,4% en el periodo comprendido, entre 1938 y 1973, con una desviación estándar de 5,1%.
Cabe señalar que, a partir del inicio de la apertura comercial en la mitad de la década de 1970 y la apertura de la minería a la inversión extranjera en los primeros años de la década de 1980, las regiones con importantes recursos naturales (minería, pesca y tierras aptas para la industria forestal y la agricultura) recibieron grandes inversiones privadas y crecieron notablemente por medio de sus exportaciones.
Este fue el caso de las cuatro regiones del Norte y, en menor medida, de las regiones VII y X desde 1980. En contraste, las regiones V, VIII y XII tenían una participación relativamente grande en industrias manufactureras de sustitución de importaciones en la década de 1960 y en los primeros años de la década de 1970, sufriendo los efectos de la apertura comercial, que se reflejaron en su decreciente participación en el PIB del país.
En diciembre de 1959 se publicó el DFL N° 47 que derogó la Ley N° 4.520 e introdujo innovaciones y modificaciones sustanciales en las técnicas presupuestarias donde se otorgaron mayores potestades para el Ejecutivo.
En 1960, a través del DFL. 106, la Oficina de Presupuestos pasó a llamarse Dirección de Presupuestos y se crearon la Oficina Central de Organización y Método y la Escuela Nacional de Adiestramiento. En 1970 se instauró la Subdirección de Racionalización y Función Pública, bajo cuya responsabilidad quedaron ambas oficinas.
La Dipres se transformó entones en un organismo con mayores facultades y jerarquía, encargado de formular el presupuesto público y velar por la aplicación de la política presupuestaria.
Esta evolución significó la configuración de un sistema en el que Presidente de la República es el encargado del manejo presupuestario del país, y donde el Congreso asume un rol de colaborador, que debe aprobar lo propuesto por el Presidente, sin iniciativa en estas materias y sin posibilidad de dilatar su acción.
Las principales características de este sistema se refieren a la iniciativa exclusiva del Presidente de la República en materia de administración financiera, a restricciones a la competencia del Congreso, a la fecha cierta para la aprobación de la Ley de Presupuestos, a que ésta requiere de quórum simple para su aprobación, a la alternativa por defecto de que rija el proyecto de ley de presupuesto presentado por el Presidente, a la posibilidad de veto presidencial, y a que los gastos aprobados en la Ley de Presupuestos corresponden a una autorización con elementos que quedan a la discreción del Presidente.
La Dirección de Presupuestos es el organismo técnico encargado de proponer la asignación de los recursos financieros del Estado, orientar y regular el proceso de formulación presupuestaria, y regular y supervisar la ejecución del gasto público.
El cálculo de entradas del Presupuesto debe contener una proyección del sistema de ingresos públicos y, para estos efectos, la Dirección podrá consultar a los servicios públicos que determinen, recauden o controlen ingresos.
El sistema actual está regulado en sus aspectos más fundamentales en la Constitución de 1980, pero inspirado en los lineamientos antes descritos del texto constitucional de 1925, y en otros textos legales como la Ley 1.263 de 1975 orgánica de administración financiera del Estado, que establece las principales funciones de las entidades involucradas en dicho proceso (el Ministerio de Hacienda, la Dirección de Presupuestos, la Tesorería General de la República y la Contraloría General de la República).
En la Ley 18.575 de 1986 orgánica constitucional de bases generales de la administración del Estado; la Ley de organización y atribuciones de la Contraloría General de la República (Decreto 2421); el DFL. 106 de 1960 del Ministerio de Hacienda, que define las atribuciones específicas de la Dirección de Presupuestos; y la Ley 20.128 de 2006 sobre responsabilidad fiscal, entre otras.
Estas normativas señalan que el Ministerio de Hacienda tiene como tarea dirigir la administración financiera del Estado, proponer la política económica y financiera del gobierno en materias de su competencia, y efectuar la coordinación y supervisión de las acciones que en virtud de ella se ejecuten. Entre sus funciones más importantes destacan la de elaborar el proyecto anual de presupuesto del sector público y dictar las normas para su ejecución; Es decir, administrar los recursos financieros del Estado.
En lo que respecta, al Congreso Nacional el artículo 67 de la Constitución establece que el proyecto de Ley de Presupuestos deberá ser presentado por el Presidente de la República al Congreso Nacional, a lo menos con tres meses de anterioridad a la fecha en que debe empezar a regir; y si el Congreso no lo despachare dentro de los sesenta días contados desde su presentación, regirá el proyecto presentado por el Presidente de la República.
“El Congreso Nacional no podrá aumentar ni disminuir la estimación de los ingresos; sólo podrá reducir los gastos contenidos en el proyecto de Ley de Presupuestos, salvo los que estén establecidos por ley permanente”.
La estimación del rendimiento de los recursos que consulta la Ley de Presupuestos y de los nuevos que establezca cualquiera otra iniciativa de ley, corresponderá exclusivamente al Presidente, previo informe de los organismos técnicos respectivos.
El texto constitucional agrega que “el Congreso no podrá aprobar ningún nuevo gasto con cargo a los fondos de la Nación sin que se indiquen, al mismo tiempo, las fuentes de recursos necesarios para atender dicho gasto”.
Finalmente, si la fuente de recursos otorgada por el Congreso fuera insuficiente para financiar cualquier nuevo gasto que se apruebe, el Presidente de la República, al promulgar la ley, previo informe favorable del servicio o institución a través del cual se recaude el nuevo ingreso, refrendado por la Contraloría General de la República, deberá reducir proporcionalmente todos los gastos, cualquiera que sea su naturaleza.