La educación en el siglo XIX a través de las Leyes Emblemáticas
Desde los inicios de la República la instrucción ocupó un lugar preponderante en las prioridades de los legisladores, algo que ha sido tema recurrente en el marco de la actual discusión de una nueva Reforma Educacional para el siglo XXI.
5 de diciembre de 2014“La preocupación por la enseñanza aparece en Chile congénita con la República. Ambas enfrentan las mismas dificultades, debilidades y obstáculos”, así abordaba Fernando Campos Harriet en su libro “Desarrollo Educacional 1810-1860” la reflexión sobre la evolución de la enseñanza en Chile.
A través de las Leyes Emblemáticas durante el siglo XIX es posible hacer un recorrido desde los ideales ilustrados de los primeros patriotas hasta la definición de la Instrucción primaria, secundaria y universitaria. En el proceso mejoraron ampliamente la cobertura y los niveles de alfabetización de la población. Una tarea político-cultural exitosa, pero que sin embargo, no se tradujo en movilidad social ni desarrollo económico suficientes, por eso, pese a los esfuerzos desplegados en la organización de la República, en el siglo siguiente, el país tuvo que enfrentar complejos desafíos.
En Junio de 1813, el primer Senado que tuvo la República de Chile bajo el alero del Reglamento Constitucional impulsado por José Miguel Carrera promulgó la Ley de Instrucción Primaria. En ese entonces, el país contaba con apenas 1 millón de habitantes y los niveles de analfabetismo eran altísimos. Quienes sabían leer y escribir apenas alcanzaba a un décimo de la población.
La iniciativa, junto con revelar los ideales ilustrados de los patriotas hacía obligatorio para todo pueblo de cincuenta vecinos o más “mantener una escuela de primeras letras costeada por los propios recursos municipales del lugar”, es decir gratuita, incluyendo “los libros, papel y demás utensilios de que necesitasen los educandos”.
El proyecto ahondaba en los requisitos que debían cumplir los maestros y el examen de idoneidad “sobre pericia en leer, escribir y contar, haciéndole extender varias muestras de toda clase de letras y ejemplares de las cuatro principales reglas de cuentas”. A cambio, el maestro recibiría “toda consideración y honor”, se le eximiría del servicio militar y cargas concejiles y el Gobierno le dispensaría “particular protección”.
La primera ley de instrucción primaria que tuvo el país “proscribía “las fábulas frías, las historias malhumoradas, las devociones indiscretas, que carecen de lenguaje puro y máximas sólidas, depravan el gusto y ocasionan infinitos vicios”.
También se prohibían los colegios mixtos, pero se disponía que existiesen también establecimientos escolares de mujeres en cada villa y en los monasterios, de modo que pudieran aprender lectura, escritura y las “costumbres y ejercicios análogos a su sexo”. Disponía la enseñanza del catecismo por el Sínodo de Manuel de Alday y, con el compendio del jesuita Juan Ignacio Molina, se instruía a las nuevas generaciones sobre la Historia de Chile.
Además se encargaba al regidor decano de cada cabildo velar por el cumplimiento de la ley, visitando las escuelas una vez al mes e informando al Gobierno semestralmente.
De acuerdo a algunos historiadores, como Gonzalo Vial, estos primeros esbozos por impulsar una educación pública adolecían de cierta ingenuidad y excesivo detalle, debido a la “convicción común en ese entonces, de que el texto legal era mágicamente eficaz para mejorar la sociedad y extirpar sus vicios”.
No obstante, otros autores como Claudio Gutiérrez, profesor de la Universidad de Chile considera -en su estudio “El destino de los hijos de los pobres: los debates educacionales en la historia de Chile”-, que “la noción de educar a la población –un concepto desconocido para los administradores coloniales- se instala al centro de la construcción de la nueva república, como eje de la formación de la nueva ciudadanía, y como base para el progreso económico y social del país. Nunca la educación estuvo tan al centro de la concepción misma del país”.
Pero estos anhelos tuvieron grandes obstáculos económicos según documentos de trabajo del Banco Central N°365, el promedio de crecimiento del PIB per cápita entre 1810 y 1820 solo fue de -1,5% con una desviación estándar (variabilidad) de 1,3%. En la década siguiente, el promedio se empinó en apenas un 0,2% positivo pero con una desviación estándar del 1,9%; lo que da cuenta de las dificultades y fuertes crisis políticas económicas y sociales que tuvo que enfrentar la organización de la República.
En 1813 se publica en el diario "La Aurora de Chile" el decreto firmado por el mismo Carrera, en el cual se manifiesta la necesidad de fusionar una serie de establecimientos educacionales en el Instituto, con el objeto de: "...influir más segura y directamente en el bien público, cuya prosperidad pende de la formación de ciudadanos ilustrados, y nutridos en los principios y virtudes que inspira la buena educación". El integrante del primer Senado de la República, Francisco Ruiz Tagle, fue nombrado su “protector civil”.
Varios intelectuales del 1800 corroboraron en sus discursos ese principio de que “la educación es consustancial al engrandecimiento del país”. El destacado patriota, primer diputado e integrante del primer Senado, Manuel de Salas, señalaba en sus argumentos para la creación del Instituto Nacional que: “La educación de la juventud y que ésta se críe entre ejemplos de virtudes y lecciones de ciencias, es el único arbitrio sólido y justo de hacer florecer los reinos y felices a sus habitantes; por consiguiente debe ser el primer conato de los que mandan” (Sesiones de los Cuerpos Legislativos).
Durante el período de este primer Senado se aprobó además la creación de la Biblioteca Pública iniciada con el fondo de 5 mil libros de la Universidad de San Felipe.
172 años cumplió recientemente esta institución señera de la República. La Ley Orgánica de la Universidad de Chile, fue sancionada por el Congreso y promulgada el 19 de noviembre de 1842. La institución fue pionera en la instrucción de un país que -según los datos que aporta la investigación de las historiadoras Sol Serrano y Macarena Ponce de León- hacia 1850 solo exhibían un 9% de su población alfabetizada.
Esta ley buscó estimular y centralizar la producción científica y literaria del país. Se estableció con cinco facultades de 30 miembros cada una; Filosofía y Humanidades, Leyes y Ciencias Políticas, Ciencias Matemáticas y Física, Medicina y Teología. Constaba además de una academia especial de Ciencias Sagradas. Se nombró decano de facultad de Humanidades a José Miguel de la Barra; de la de Ciencias Físicas y Matemáticas a Ignacio Domeyko; de la de Medicina a Lorenzo Sazié; de la de Leyes a Mariano Egaña; de la de Teología a Rafael Valentín Valdivieso. Los veintitrés miembros de la antigua Universidad de San Felipe se incorporaron a las facultades de Leyes y Teología.
El patrono de la Universidad sería el Presidente de la República y su primer rector fue el destacado intelectual de origen venezolano Andrés Bello y la inauguración oficial se efectuó el 17 de septiembre de 1843.
Don Andrés de Jesús María y José Bello López también fue senador por Santiago entre 1837 y 1864 por tres periodos consecutivos y tuvo una labor preponderante en la elaboración del Reglamento de la Cámara Alta, así como en el Código Civil que vino a reemplazar la antigua legislación del imperio español y cuyas bases aún se encuentra en uso en nuestro país.
Pero su brillante legado está acompañado también por algunas sombras, el académico Claudio Gutiérrez señala: “El magisterio de Bello privilegió la educación universitaria, y dentro de esta la humanista y la legal. Produjo una eclosión cultural que aún hoy impresiona; tanto como el abandono en que quedó la educación del pueblo (primaria), de los artesanos, de los mineros, mecánicos, campesinos y de todos quienes estaban involucrados en la producción que hacía funcionar al país”. “Las humanidades y las leyes eran las únicas dignas para quienes nacieron para dirigir el país”.
Se refiere así a que, por ejemplo las ingenierías eran consideradas parientes cercanas de los oficios y no fueron consideradas dentro del diseño original de la Universidad, solo 10 años después Domeyko logró incorporarlas; mientras que la Agricultura debió esperar medio siglo más.
Solo hacia 1850 se crea la Escuela de Artes y Oficios cuyo reglamento establecía como objetivo “formar un competente número de artesanos instruidos, laboriosos y honrados, que con su ejemplo y sus conocimientos contribuyan al adelantamiento de la industria en Chile, y a la reforma de nuestras clases trabajadoras”. Sin embargo, a juicio de Gutiérrez tenía un “sesgo asistencial” y no poseía vinculación y continuidad alguna con las ingenierías universitarias de la época.
En la primera mitad del siglo XIX, la capacidad del Estado estaba enfocada en la organización de las instituciones de la República y no existían recursos para extender la cobertura de la primera escuela. Para contribuir en esa titánica labor, se creó en 1856, la Sociedad de Instrucción Primaria, -cuya red de Colegios existe hasta hoy-.
Su actual presidenta, Patricia Matte, recordó ante la Comisión de Educación del Senado que “en los estatutos de la SIP se sostenía que los privados deben colaborar con el Estado en la noble tarea de formar a los ciudadanos de nuestra nación”. “Junto a ello estas mismas personas, se dedicaron a crear y desarrollar el hasta entonces inexistente sector estatal de la educación y, desde ese mismo momento, el Estado toma un papel rector de la educación en nuestro país”.
“Llama la atención que desde los albores de la Independencia, el Estado delegó la educación de los más pobres en la Iglesia y en privados y que desde siempre les traspasó recursos estatales (desde 1854 el Gobierno dispuso traspasarle a los privados un 50% de los costos necesarios para establecer escuelas privadas y un porcentaje adicional de los costos de mantención y de operación) para cumplir dicha misión”, sostiene la académica, Patricia Matte.
Recordó que “en 1853 se realizó el primer catastro de escuelas y de las 571 escuelas existentes, 273 estaban en manos de particulares, 18 en manos de órdenes religiosas y el resto eran estatales. El Estado mientras tanto se centraba en la educación de la futura elite gobernante (Instituto Nacional y Universidad de Chile) y en la formación de los futuros profesores (Escuela Nacional de Preceptores)”.
Por su parte, las historiadoras Sol Serrano, Macarena Ponce de León y Francisco Rengifo; en su libro “Historia de la Educación en Chile (1810-2010)”, abordan el proceso que llevó a la nueva legislación sobre instrucción primaria, en 1860, y afirman que fue “la primera vez que se plantea un derecho positivo y en que explícitamente se señala que es un derecho de hombres y mujeres. O sea, abre uno de los grandes temas de la democracia sobre cuáles son esos derechos y sobre la igualdad de las mujeres”.
La ley general de Instrucción Primaria aprobada por el Congreso Nacional y promulgada por entonces Presidente Manuel Montt “fue un hito legislativo y político”. En forma inédita se estableció que la Instrucción Primaria se daría bajo la dirección del Estado y que ésta sería gratuita, comprendiendo tanto a hombres como mujeres. Estipulaba que en cada departamento (según el ordenamiento territorial de la época) debían existir una escuela de niños y otra de niñas por cada 2000 habitantes, instaurando el principio de la gratuidad de la enseñanza popular. De este modo por más de medio siglo, esta legislación impulsó el desarrollo de la instrucción primaria en Chile.
En 1863, se dictó el Reglamento General de Instrucción Primaria cuyos redactores fueron educadores y destacados profesores que habían sido normalistas y visitadores y que, “por lo tanto, conocían bien la realidad de las escuelas”, aseguran las historiadoras Serrano, Ponce de León y Rengifo.
Las figuras más destacadas fueron Adolfo Larenas, el primer inspector y José Bernardo Suárez, uno de los primeros visitadores, director de una escuela superior en Santiago y autor de varios textos, silabarios y manuales, lo que le hizo conocido como "el patriarca de la instrucción pública". Suárez fue además maestro del héroe de Iquique, Arturo Prat Chacón, quien lo reconoció siempre como una figura fundamental en su formación.
Pese a las capacidades y prestigio de los primeros instructores y visitadores, no fue posible evitar la colisión entre las autoridades locales y sectoriales. Hacia 1866 se constataba que las autoridades locales estaban defendiendo la construcción de una red institucional en sus propias comarcas y desde el Ejecutivo el ministro de Instrucción ya admitía que la fundación de escuelas “se había hecho sin el tino necesario” y por ello se había verificado un movimiento notable de traslación de escuelas” (con un total de 33).
El gobierno central puso requisitos a los vecinos, como que el local fuera donado por 5 años y que la densidad de la población asegurara el número de alumnos. También hubo exigencias para los municipios, aunque la ley de 1860, -según consigna “La historia de la Educación en Chile”-, “había dejado pendiente el tema de la contribución municipal para el financiamiento de escuelas. Sus fondos fueron magros en relación a sus obligaciones. Entre 1865 y 1870 el presupuesto municipal a las escuelas disminuyó un 30%”.
Entre 1860 y 1879 se fundaron 273 escuelas, un número inferior comparado a las 491 abiertas en el periodo entre 1840 y 1860. Además, durante el decenio de 1850 las escuelas fiscales aumentaron 1,6 veces en número y 2,6 veces en cantidad de alumnos, mientras las municipales y su matrícula disminuyeron; las conventuales fueron desapareciendo para hacerse privadas en la década de 1870. Si en 1853 las escuelas del fisco representaban el 33% de la oferta, en 1860 ya eran el 55%, aglutinando al 60% de la matrícula nacional. (Fuente: Historia de la Educación en Chile 1810-2010)
Para la segunda mitad del siglo XIX, el Estado se había convertido en el principal sostenedor de la educación. La ley garantizaba la gratuidad de la enseñanza primaria y la responsabilidad fiscal con respecto a ésta.
Sin embargo, el sistema educacional quedó dotado de una estructura centralizada en la que el Estado controlaba la actividad pedagógica y, dividido en dos sectores: la educación primaria pública, a cargo del Estado y las municipalidades; y la educación primaria particular, que abarcaba tanto escuelas pagadas como algunas gratuitas pertenecientes a la Sociedad de Instrucción Primaria y otras sociedades filantrópicas.
A partir de 1850, la acción educativa estatal se orientó a organizar y fortalecer la institucionalidad de la escuela, soporte básico del sistema educativo nacional.
En Santiago se construyó, en 1856, un edificio modelo para la escuela de niños, para fomentar el entusiasmo por mejorar los locales. La Escuela Normal de Preceptores, instalada en el edificio que se le construyó tenía, al finalizar el decenio, 105 alumnos y egresaban de ella anualmente 20 a 25 maestros. La escuela de aplicación anexa al establecimiento funcionaba en 1860 con 134 niños.
Paralelamente, ya se habían fundado también varios de los más tradicionales colegios privados del país, tales como, el Colegio San Ignacio (1856), el MacKay, de Valparaíso (1857), y el Sagrado Corazón (1854).
En tanto, el Congreso Nacional acordó, con fecha 24 de octubre de 1870, que las Sociedades de instrucción primaria de Santiago y Valparaíso conservaran indefinidamente la posesión de los bienes raíces que habían adquirido y de los que adquirieren para establecer escuelas.
Hasta bien entrado el siglo XIX, la formación de las mujeres de toda clase social estaba relegada a las labores domésticas, enfocadas en la familia y la abnegada crianza de los hijos. Si bien cursaban sus primeros estudios no estaban habilitadas para ingresar a la Universidad, muchos menos para incorporarse a la vida profesional.
No obstante, en la década de 1870 el desarrollo económico, cultural y social del país abrió un debate sobre la necesidad de contar con mujeres con instrucción de modo que pudieran contribuir al patrimonio familiar con algún tipo de formación profesional u oficio.
El entonces ministro de Educación, el destacado intelectual liberal, Miguel Luis Amunátegui, impulsó el Decreto que lleva su apellido y que habilitó a la mujer para realizar estudios universitarios. Este decreto fue promulgado el 06 de febrero de 1877. De este modo, se impulsó la incorporación creciente de las mujeres en el espacio público, para desde allí, promover sus aspiraciones de obtener más tarde la calidad de ciudadana con los mismos derechos civiles y políticos que los hombres.
Las carreras elegidas por las primeras mujeres universitarias fueron Derecho y Medicina; en el caso de esta última profesión, Eloísa Díaz y Ernestina Pérez son las primeras mujeres en recibir el título de médico cirujano. En las décadas posteriores, las mujeres se incorporaron a carreras como las de Química y Farmacia, Odontología, Pedagogía, Obstetricia, Enfermería y Servicio Social.
Pocos meses antes que el país cayera en uno de los conflictos militares más profundos de su historia con la Guerra del Pacífico, luego de que el gobierno boliviano decidiera unilateralmente aumentar el impuesto a los exportadores de salitre, el Congreso Nacional aprobó la Ley General de Instrucción Secundaria y Superior, la cual fue promulgada el 13 de enero de 1897 en el Diario Oficial.
Esta legislación reguló y ordenó la educación secundaria y la superior. Estableció la gratuidad de la educación secundaria y superior costeada por el Estado, consagrando el Estado docente en Chile.
A renglón seguido dispuso que “toda persona natural o jurídica a quien la ley no se lo prohíba podrá fundar establecimientos de instrucción secundaria y superior y enseñar pública o privadamente cualquiera ciencia o arte, sin sujeción a ninguna medida preventiva ni a métodos o textos especiales”.
Se consagraba así una tendencia de los intelectuales liberales de los decenios anteriores, algo que el académico Arturo Fontaine, recordó ante la Comisión de Educación del Senado, “los legisladores del siglo XIX y XX lucharon por la libertad de enseñanza y de esa lucha surgió el sistema educacional de Chile. ¿Por qué importa la libertad de enseñanza? Porque es un modo de expresión de la libertad de conciencia, fundamento de todas las libertades”.
No obstante, para la profesora Amanda Labarca, autora de la Historia de la Enseñanza en Chile la ley de 1879 “acentuó el carácter aristocrático de la segunda enseñanza y la alejó de la escuela primaria común: la fundación de cursos elementales preparatorios a la iniciación de las Humanidades”.
La ley de 1879 también estableció como Superintendencia de la Educación superior y colegial el Consejo de Instrucción Pública, dependiente de la Universidad de Chile con atribuciones como la administración de su presupuesto y el nombramiento y destitución de sus profesores. El resultado según las historiadoras Serrano, Ponce de León y Rengifo, fue que “el rector de la universidad tuvo más poder en el consejo que el Ministro de Instrucción. Dicha autonomía si bien profesionalizó la educación pública también la corporativizó”.
Según el académico Claudio Gutiérrez, pese a que esta legislación intentó adaptar la educación a los nuevos tiempos “pues se necesitaban profesionales especializados”. “La universidad mantuvo su tradición de la práctica academicista, descuidando su labor de fiscalizadora de la educación de los pobres”.
De hecho, hacia el siglo XX el tema educacional también fue uno de los elementos que tuvo una expresión en la denominada “cuestión social”. En 1912, el profesor Luis Galdames en su obra “Educación Económica e Intelectual” constata que “es interesante que nuestra Universidad, en quien reside constitucionalmente la Superintendencia de la Educación pública, no se haya esforzado nunca de manera visible, por tomar su puesto, colocando bajo su jurisdicción la instrucción primaria y la técnica, ya sea comercial, agrícola o industrial”. “Esta actitud despectiva solo puede explicarse por su orientación humanista y científica que la induce a mantenerse alejada de los grandes problemas económicos y sociales que afectan vitalmente al país”.
Solo cuatro años después de que el país cayera en una de sus más cruentas Guerras Civiles, en 1891, se aprobó y promulgó la ley que dispuso la Creación del Liceo de Niñas de Santiago.
La Ley N° 272 promulgada con fecha 7 de febrero de 1895, autorizaba al Presidente de la República los fondos para que, en el plazo de un año, efectuara la compra de un inmueble para la instalación del Liceo de Niñas.
Eran tiempos de pleno parlamentarismo y el entonces Presidente Federico Errázuriz Echaurren, al contar con mayoría en solo una de las cámaras, se enfrentaba a difíciles tramitaciones legislativas por eso el proceso de instalación de las Escuelas Fiscales para mujeres fue resistido por el sector conservador, que aludió a conflictos en la libertad de enseñanza y criticó los gastos en que incurriría el Estado.
No obstante, el proceso de alfabetización e instrucción fue expandiéndose inexorablemente, según datos de la historiadora Macarena Ponce de León si hacia 1850, solo un 9% de la población estaba alfabetizado, en 1930 la cifra de alfabetización era del 60% de la población.
Para la historiadora, Sol Serrano, entre 1880 y 1930, “la educación estuvo en el centro de las transformaciones sociales y se constituyó en el principal agente democratizador de la sociedad chilena. La cobertura escolar creció a un ritmo inusitado, no obstante, las dificultades inherentes a la pobreza de la población”.
“La educación también permitió el ingreso de nuevos actores al espacio público: las mujeres se incorporaron a la educación secundaria, el movimiento obrero creó sus propias escuelas y los mapuches escolarizados, aunque pocos, pudieron reivindicar sus derechos. Pero aunque la educación expandió la democracia, no logró modificar la estructura social: los más pobres se mantuvieron excluidos y el sistema económico apenas contribuyó a la movilidad social”.
Sin embargo, otros académicos como Claudio Gutiérrez tienen una visión más crítica del legado educacional del siglo XIX “la separación radical del sistema educacional en diferentes partes inconexas: primaria, técnica, secundaria, universitaria, que aún nos parece natural en Chile”, derivó en que las dos primeras quedaran para el bajo pueblo y las dos últimas para los más privilegiados. Una situación que, a juicio de Gutiérrez es la herencia colonial del “desprecio a lo manual, lo productivo”, los denominados “oficios viles” en el siglo XVIII.
Para el primer Centenario de la República, todos estos temas ya eran materia de una aguda y profunda reflexión, el intelectual, abogado y senador Enrique Mac Iver señalaba en su obra “La crisis moral de la República”: “No somos felices, se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan”… “¿Incurriré en un error si digo que contemplo detenido nuestro progreso, perturbados los espíritus, abatidos los caracteres y extraviados los rumbos sociales y políticos?”….”El número de escuelas ha aumentado, pero a medida que las escuelas aumentan la población escolar disminuye”.